ISABEL SAN SEBASTIÁN
La foto que retrata lo que pasó ayer en España es la
de una perversión que debería avergonzarles.
ESTOS sindicatos, cuyos líderes cobran quince pagas,
despiden a sus empleados con veinte días y se suben el sueldo mientras
denuncian «recortes», han pervertido algunos conceptos esenciales en la
definición del Estado democrático moderno. Han perpetrado esta perversión con
la complicidad de los partidos de la izquierda, que se comportan de igual modo
al traicionar el espíritu de la democracia parlamentaria llevando la huelga al
Congreso de los Diputados o a la Cámara andaluza; es decir, sumándose al paro y
abdicando así del deber de representar a sus votantes, que asumieron como algo
irrenunciable al presentarse a las elecciones en unas listas cerradas. Y lo han
hecho con total impunidad, porque se saben blindados en sus prebendas por ese
sistema cuyos pilares golpean una y otra vez, mientras se desgañitan jurando
que lo que quieren es salvarlo.
El primer concepto que han pervertido estos «hermanos
de lucha» es el de la huelga misma; una forma de protesta que surgió como
herramienta puesta a disposición de los trabajadores en caso de confrontación
con los empresarios, y que ha derivado en arma política empleada indiscriminadamente
para deslegitimar la acción del Gobierno por unos supuestos «interlocutores
sociales» cuya representación apenas llega al quince por ciento del conjunto de
la clase trabajadora y que viven de la subvención pública, no de las cuotas de
sus afiliados como sería de justicia. Unos presuntos «interlocutores sociales»
que pretenden conquistar a base de presión de la calle lo que sus partidos
afines, PSOE e IU, han perdido por goleada en las urnas. Unos «interlocutores
sociales» que prefieren la línea de actuación de sus homólogos griegos o
chipriotas, cuya radicalidad sólo ha servido para empujar a sus respectivos
países hacia el abismo, que la de los franceses o alemanes, mucho más
responsables y eficaces.
El segundo concepto víctima de esta perversión del
lenguaje es el del Estado del Bienestar; ése que dicen defender los mismos que
agravan la crisis recurriendo como algo natural a estos gestos extremos, como
una huelga general, extraordinariamente costosa para el conjunto de los
ciudadanos. Ellos saben, o deberían saber, que todas las medidas de protección
social recogidas en ese modelo dependen de la salud de las finanzas públicas,
la cual a su vez está directamente ligada al número de personas activas que
paguen impuestos y coticen. Saben, o deberían saber, que ese «bienestar» no
puede comprarse a crédito indefinidamente, como se hizo durante los últimos
años del Ejecutivo de Zapatero, porque llega un momento en el que quienes
tienen que prestarnos el dinero se niegan a hacerlo o cobran por él intereses tan
altos que resulta imposible asumirlos. Saben, en consecuencia, o deberían
saber, que nada en esta vida es irreversible, salvo la muerte, y menos que nada
las mejoras en los servicios alcanzadas a base de enorme esfuerzo y sacrificio
por las generaciones que nos precedieron. De donde no hay no se puede sacar, lo
que obliga a racionalizar prestaciones y ceñirlas a lo que es indispensable
para proteger a los colectivos más vulnerables. Eso es «Estado del Bienestar»
en este momento. Decir otra cosa es engañar a la gente, sembrar frustración
entre una población muy castigada ya por los efectos de esta crisis devastadora
y alimentar expectativas imposibles de satisfacer.
Es tiempo de hablar de esfuerzo; de obligaciones más
que de derechos; de responsabilidad antes que de desahogos. Tiempo de dar
ejemplo y arrimar el hombro. La foto que retrata lo que pasó ayer en España es
la de una perversión que debería avergonzarles.
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