La regeneración de los sindicatos, con un cambio
sustancial de su oferta a la sociedad y la clase trabajadora, y su adaptación a
la modernidad son una de las tareas pendientes de la democracia española.
Porque si las cifras de su capacidad de movilización para
la huelga son malas, peor son aún sus números en el día a día.
Solo el 16,4% (unos tres millones) de los ocupados
están afiliados a algún sindicato, según cifras oficiales.
Únicamente Estonia, Francia y Letonia registran tasas
más bajas (por debajo del 10%), mientras que Suecia, Dinamarca y Finlandia
encabezan la clasificación con cifras cercanas al 70%, según datos de la
Comisión Europea.
Y en tiempos de crisis, y vistas las soluciones que
aportan, van a peor. Desde finales de 2007 a 2010, últimos datos disponibles,
los sindicatos han perdido casi 220.000 afiliados. El respaldo de los
trabajadores cada vez es menor, y su fututo más incierto, si tenemos en cuenta
que el perfil de afiliado en España es el de hombre de entre 45 y 54 años. Los
jóvenes ya están en otra historia.
EN el caso concreto de los sindicatos españoles, la
huelga general es un instrumento desproporcionado para la dimensión real de las
organizaciones convocantes, CC.OO. y UGT, cuyo nivel de afiliación es el más
bajo de la OCDE y cuya existencia es dependiente por completo de la
financiación pública, no de las cuotas de sus afiliados.
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