Por RICARDO GARCÍA
CÁRCEL. Catedrático de Historia Moderna. Universidad
Autónoma de Barcelona
[ABC 02/09/2003]
DE Ramón Serrano
Súñer, escribió Petain, según cuenta Preston, que «junto al Don Quijote de su
cuñado, el generalísimo suele parecer Sancho Panza». El contraste con Franco lo
subrayó también Sir Samuel Hoare que definió a Franco como «lento de mente y
movimientos» y a Serrano Súñer «rápido como un cuchillo en palabras y hechos».
Ciertamente, fueron personajes muy distintos Franco y Serrano Súñer a los que
unió, de entrada, una circunstancia fortuita.
En 1929 ambos se
conocieron cuando Franco era director de la Academia Militar y Serrano un
brillante jurista que estaba trabajando en Zaragoza como abogado del Estado,
cuyas oposiciones había ganado en 1924.
En Zaragoza, Serrano
conoció a Zita, la hermosa hermana pequeña de Carmen, la esposa de Franco, y en
febrero de 1931, Serrano se casaba en Oviedo con la cuñada de Franco, que
entonces sólo tenía 19 años. Serrano se convirtió, desde entonces, en «el
cuñadísimo», el hombre que jugaría el papel decisivo en la institucionalización
del Estado franquista, desde su papel de puente entre el Ejército del 18 de
julio y la Falange joseantoniana.
Su vida de 1936 a
1942 fue frenética como convulsos fueron aquellos años. Apresado en
julio de 1936 en la
Cárcel Modelo de Madrid, logró evadirse y en marzo de 1937 se unió a las
fuerzas sublevadas. Ministro del Interior en el Gobierno de Burgos, en agosto
de 1939 fue nombrado presidente de la Junta Política de FET y de las JONS,
cargo que simultaneó con los de ministro y consejero de Falange. Su momento
álgido fue, sin duda, en tanto que ministro de Exteriores, la preparación y la
asistencia a la entrevista de Franco con Hitleren Hendaya, así como
su propia entrevista con Mussolini.
De la casi mítica
entrevista de Hendaya Franco-Hitler, los historiadores, actualmente, dejan muy
claro que no hubo diferencias entre la ideología del germanófilo Serrano y la estrategia
de Franco y desde luego, tampoco es creíble el esfuerzo de los apologistas del
régimen franquista en glosar la paciencia de los negociadores españoles frente
a la impaciencia germánica.
No hubo ninguna
habilidosa voluntad inhibicionista por parte del franquismo a la hora de no
intervenir directamente en la guerra. Fue, más bien, el escepticismo alemán
ante las capacidades militares españolas, y desde luego, las reticencias hacia
las ambiciones imperialistas desbocadas de Franco y Serrano, lo que determinó
la no entrada de España en la guerra mundial y la puramente simbólica
iniciativa de la División Azul. Hitler, según Preston, siempre manifestó
indignación por las deudas impagadas de Franco durante la guerra civil y desde
luego Mussolini demostró con creces que no era el amigo desinteresado que
Franco y Serrano creían.
Hoy sabemos que aquel
miércoles 23 de octubre de 1940 Franco llegó a la estación de Hendaya poco después de las tres de la tarde
con ocho minutos de retraso, desde luego, contra su voluntad, no la hora larga
que dijeron los alemanes haber sufrido de espera.
Hubo seis personas
presentes en la entrevista: Hitler, Franco, Ribbentrop, Serrano y los dos
intérpretes, Gross y el barón de las Torres.
La reunión comenzó a
las tres y media y acabó a las seis y cinco de la tarde con un Hitlerirritado por el mal
gusto de Franco al albergar dudas sobre la victoria alemana ante Inglaterra.
La entrevista fue un
fracaso absoluto y la irritación final germana sólo puede ser comparable a la
frustración española.
El protocolo que redactaron Serrano y Ribbentrop, a la postre, fue inútil. En cualquier caso, sean cualesquiera las razones de aquel fracaso, nunca la historia ha podido estar tan agradecida, con un final de la entrevista como aquél, lo que el inteligente Serrano Súñer subrayó más de una vez.
El protocolo que redactaron Serrano y Ribbentrop, a la postre, fue inútil. En cualquier caso, sean cualesquiera las razones de aquel fracaso, nunca la historia ha podido estar tan agradecida, con un final de la entrevista como aquél, lo que el inteligente Serrano Súñer subrayó más de una vez.
En 1942 Serrano fue
sustituido en el Gobierno tras los incidentes entre falangistas y carlistas en
el santuario de Begoña.
Tras su retirada de
la política activa, ejerció un papel discreto e inteligentemente distante del
franquismo, que se fue radicalizando desde su Entre Hendaya y Gibraltar (1947)
a sus Memorias (1977).
De Serrano Súñer, de sus increíbles 102 años de vida nos quedarán tres lecciones.
Una, la corta vida de los apagafuegos de los dictadores. La cremación de Serrano en el altar de la fidelidad al primer Franco fue impresionante. Su tributo de lealtad al cuñado fue incuestionable. Su «dedicación fanática y ascética» (Preston) a la causa de Franco absoluta.
Franco le hizo
durante la guerra civil domesticar a la Falange.
Después de la guerra
Serrano Súñer tuvo que cargar con el peso de la lucha interna del poder entre
el Ejército y la Falange.
Pararrayos
indiscutible del régimen en su momento político más difícil,
Franco le utilizó
como a tantos otros al servicio de su objetivo: su continuidad en el poder.
La segunda lección es
la propia necesidad que todo régimen tiene, por pragmático que sea, de discurso
ideológico legitimador. Serrano fue la ideología del régimen en su etapa «azul».
Albacea testamentario
del fundador de la Falange y uno de los líderes de la CEDA durante la
República, él puso la inteligencia para construir lo que se llamó el Estado
Nacional-Sindicalista, con todas las limitaciones de las que tuvo que partir de
entrada la construcción de la dictadura.
La tercera lecciónviene
derivada de la fragilidad y de la soledad del propio poder, sobre todo, en años
tan recios como los que le tocó vivir, a Serrano, en su momento dorado, muy
pocos le quisieron.
Ni los militares que
nunca se fiaron de él.
Ni los monárquicos
que consideraron que su Estado era el mayor impedimento para
la restauración.
Ni los falangistas
«camisas viejas» -pese a que salvó a algunos como Hedilla de la pena de muerte-
por considerar que había desvirtuado el proyecto de la Falange auténtica.
Ni los alemanes
porque lo consideraban «demasiado intrigante y vaticanista como para ser amigo
fiel de Alemania».
Ni, por supuesto, los
británicos y los franceses a los que él mismo no tenía ninguna simpatía.
Ni, por último,
Franco que recurrió al anglófilo Jordana cuando consideró que la germanofilia
ya no era políticamente útil.
Como dijo Von
Sthorer, Serrano fue el hombre más poderoso del país pero también el más
odiado. La venganza a su fugacidad política y a su forzado ostracismo, por su
parte, ha venido de su portentosa biología.
Al final, Serrano ha
sobrevivido a todos sus enemigos. De todos, ha podido entonar su
particular réquiem.
Descanse, ahora, ya, en paz.
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