LA violencia desatada tras las manifestaciones de protesta
en Madrid y Barcelona, el pasado miércoles, debería motivar en la izquierda
política y sindical una reflexión urgente sobre los límites de su discurso de
oposición al Gobierno.
Ya se sabe, y es un tópico, que gran parte de los actos
más violentos cometidos en ambas capitales en la noche del miércoles son
atribuibles a grupos de radicales de izquierda que no formaban parte de las
organizaciones convocantes de la huelga general y de las posteriores
concentraciones. Pero sí se produjeron actos de coacción, amenaza y fuerza por
parte de piquetes, perfectamente identificados, contra personas y locales
comerciales.
En definitiva, la jornada de paro volvió a compaginar
expresiones pacíficas de protesta y comportamientos delictivos que quedan, por
lo general, impunes.
Tampoco es posible elogiar un deseable
distanciamiento de los principales sindicatos respecto a estos actos violentos,
porque no lo han expresado. Es más, el secretario general de Comisiones Obreras
deslizó la insidia de que podían estar provocados por policías infiltrados.
El discurso del PSOE tampoco se afana en deslegitimar esta
violencia izquierdista que sistemáticamente se produce en las convocatorias
contra el Gobierno de Mariano Rajoy.
No basta con no inducirla. Es imprescindible una condena
sin paliativos, explícita, de esa violencia, para cualquiera de sus vertientes,
sea la de los piquetes sindicales, sea la de grupos antisistema.
Ante la violencia, el que calla otorga; incluso el que
calla a medias, porque, mientras los violentos siquiera puedan sospechar que su
vandalismo tiene un ápice de justificación en la opinión de una parte de la
clase política, se considerarán justificados en su violencia. El compromiso con
la democracia, el Estado de Derecho y las libertades públicas no se
sobrentiende en estos casos. Hay que reafirmarlo para dejar claro en qué lado
está cada cual.
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