jueves, 15 de noviembre de 2012

Huelga demediada.



IGNACIO CAMACHO
La curva de respaldo a las tres últimas huelgas revela el desgaste de un sindicalismo incapaz de revisar sus rutinas.

LO primero, un respeto desde la discrepancia para los millones de españoles que ayer hicieron huelga sin molestar a nadie. Su sereno anonimato los vuelve invisibles para unos medios de comunicación que necesitan la fotogenia de los incidentes para eludir la monotonía de las cifras rasas. Pero más allá del rancio vestigio premoderno de los piquetes o de la alborotada exaltación de los radicales encapuchados, más allá de los contenedores volcados o la inaceptable coacción a las puertas de los comercios, hubo mucha gente que renunció a un pellizco de su salario para no ir a trabajar en uso de su libérrimo albedrío y merece una consideración honorable. No fueron tantos como a ellos mismos les hubiese gustado ni tan pocos como para ningunear su silenciosa protesta.

Lo segundo, el balance. Los propios convocantes han admitido que el seguimiento fue menor que el de marzo, cuando los recortes aún eran incipientes. Eso significa, descontado el habitual voluntarismo triunfalista, una huelga de intensidad media-baja. Fracaso relativo, pues, fracaso matizado, pero fracaso. Paró sobre todo la industria y parte del transporte, y hubo incidencia desigual en la Administración pública. Es decir, los sectores de mayor influencia de unos sindicatos envejecidos -su militancia tiene una media superior a los 45 años- y funcionarizados. El comercio, la restauración y los servicios vivieron una normalidad sólo interrumpida por la esporádica presión piquetera. El tráfico fue intenso, las rutinas urbanas apenas se trastornaron y el consumo de energía descendió de manera poco apreciable. La curva de respaldo a las tres últimas huelgas generales, y su cuestionable utilidad para lograr objetivos, revela el desgaste manifiesto de un sindicalismo que debería replantearse su apego ritual a esta clase de llamamientos que utilizan como gimnasia para desentumecer su anquilosada musculatura social.

Y lo tercero, la reflexión. La movilización de censura al ajuste fue más intensa en las manifestaciones de la tarde que en la respuesta al paro completo, aunque también es más fácil llenar las calles céntricas de una ciudad que vaciar los centros de trabajo de un país. Las marchas multitudinarias permitieron a los sindicatos maquillar la evidencia de un poder de convocatoria erosionado para abordar compromisos de gran escala. El malestar ciudadano es obvio pero la mayoría de la gente lo expresa con un sentido de la responsabilidad bastante ponderado. Cualquier dirigente con cierto sentido estratégico entendería el mensaje y trataría de ajustar los cauces de protesta a la medida del caudal de participación.

Porque si al final se han agarrado a las masas de manifestantes vespertinos para tratar de equilibrar mal que bien la pobre cuenta de resultados de la huelga… ¿para qué demonios era necesario menguar desde primera hora la productividad cotidiana de un país estrangulado?

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