ABC | José Utrera
Molina
Aunque nuestras
almas están ya bien saturadas de lo que podíamos denominar sorpresa y asombro,
no lo están tanto como para admitir sin protesta alguna hechos que producen una
honda herida en la memoria de muchos españoles que aún viven y recuerdan en su
frágil memoria hechos calificados de deleznables. Me refiero a la decisión de
dedicar a quien fuera secretario general de Partido Comunista de España,
Santiago Carrillo, una calle o espacio público en la capital, decisión que se
adoptó por mayoría en el Ayuntamiento de Madrid, merced a la abstención del
Grupo Popular.
Nadie en la
historiografía contemporánea ha logrado desmentir a estas alturas la
responsabilidad de quien presidía la Consejería de Orden Público de la Junta de
Defensa de Madrid en los tremendos fusilamientos de Torrejón de Ardoz y
Paracuellos del Jarama donde fueron masacrados miles de españoles, muchos
menores de edad, por el solo hecho de su credo o condición. Tampoco su
responsabilidad, como ejecutor de las órdenes de Stalin, en la eliminación de
muchos de sus camaradas en la posguerra. Se trata ya una verdad comprobada,
algo que nos sacude el corazón aunque sean ya muchísimos años los que han
trascurrido desde aquella tragedia y ha dejado de ser, afortunadamente,
actualidad.
Puedo entender y no
censuro el proceder de quienes han propuesto la concesión de tal dignidad desde
los partidos en los que militó quien murió orgulloso de ser comunista. Pero la
conducta de los responsables del Partido Popular que han tomado esta decisión
—incluso contra la opinión de algunos de sus concejales— me resulta a mí como español,
verdaderamente vergonzosa y creo tener la obligación moral de denunciarla. El
Partido Popular está en su derecho de contribuir con su voto a que tal
propuesta sea aceptada, pero no puede olvidar que hay muchos españoles que se
sienten abochornados por una conducta tan cobarde de quienes habían recibido su
representación mayoritaria. Muchos españoles estaríamos de acuerdo en que el rótulo
de la calle que se piensa ofrecer a Santiago Carrillo tuviera esta connotación:
«Calle de Santiago Carrillo, ejecutor de miles de españoles en Paracuellos del
Jarama».
Mientras
contemplamos cómo se alzan las estatuas de Azaña y Largo Caballero, adalid de
la dictadura del proletariado y principal impulsor del asesinato de José
Antonio en palabras de Indalecio Prieto y se derriban por el contrario todos
los monumentos que hacen referencia a quienes combatieron al comunismo en
nuestra contienda civil no podemos por menos que clamar contra lo que estimamos
una injusticia histórica al dedicar una calle de Madrid a tan siniestro
personaje. Que conste que no todos los españoles compartimos esta vergüenza
ejecutada de manera poco sensible y olvidadiza por parte de la alcaldesa de
Madrid.
Pienso que es hora
de enterrar en nuestra memoria colectiva episodios tan siniestros y
significativos, pero de ahí a enaltecer a quienes fueron sus autores hay todo
un abismo. Porque hay una obligación moral de lealtad con la memoria de los que
dieron su vida por una España mejor y que están allí enterrados, sin que sus
cuerpos martirizados puedan alzarse ya como acusación a quien jamás se
arrepintió de permitir y autorizar estos asesinatos. Si el autor de aquella
matanza hubiera luchado a campo abierto con su fusil en mano para defender sus
ideas y hubiese caído en el campo del honor, yo me descubriría con respeto y
tal vez con el orgullo de hacerlo. Pero no es este el caso de quien planeó y
dirigió la mayor masacre que se ha cometido en España sin arrepentirse jamás
públicamente de ello y ahora aparece póstumamente glorificado a pesar de su
cobardía. Hay un reclamo vital del olvido de estos acontecimientos que
envilecieron el alma de España. Yo me afilio a los que pretenden no mostrarse
ya partidarios de las dos Españas que se enfrentaron en nuestra guerra civil
pero me niego en rotundo a olvidar el heroico sacrificio de quienes hace ahora
76 años, ofrecieron su vida por Dios y por España.
Que queden estas
palabras escritas en una mañana de noviembre como testimonio de disconformidad
y como limpia acusación de quienes han cometido esta desdichada e increíble
decisión histórica.
José Utrera Molina, abogado
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