domingo, 2 de diciembre de 2012

El Partido Socialista, con 201 escaños, consigue la mayoría absoluta para gobernar la nación



viernes, 29 de octubre de 1982
El Partido Socialista, con 201 escaños, consigue la mayoría absoluta para gobernar la nación

    Fraga será la oposición, con 105 diputados, mientras se hunden el centro y el Partido Comunista
La izquierda vuelve al poder en España,_después de más de 43 años de Gobiernos de derechas, con el rotundo triunfo electoral del Partido Socialista Obrero Español (PSOE), que ayer consiguió, con 201 escaños, la mayoría absoluta en las terceras elecciones legislativas celebradas después de la muerte del general Franco, en 1975. La coalición de derechas integrada por Alianza Popular y el Partido Demócrata Popular (PDP) se convierte en la fuerza más importante de la oposición, con 105 diputados. El PSOE recibió el voto de más de 9.800.000 españoles (46%), frente a los 5.412..401 (25,3%) de Alianza Popular, según los resultados totales provisionales. El presidente del Gobierno, Leopoldo Calvo Sotelo, no obtuvo escaño. La jornada electoral estuvo dominada por una participación masiva, más del 79% del censo, y una absoluta normalidad.

Felipe González Márquez, de cuarenta años de edad, que será con toda probabilidad el nuevo presidente del Gobierno español, afirmó esta madrugada, en su primera declaración al país tras la victoria, que "estamos preparados para llevar a cabo la responsabilidad que el pueblo español ha puesto en nuestras manos". El futuro primer ministro pidió el apoyo de todas las instituciones y de todos los sectores sociales para lograr el objetivo de "sacar España adelante".Los electores decretaron ayer la práctica desaparición de la escena política de los Partidos de centro, UCD (once diputados) y CDS (dos), así como del PCE, que sólo consiguió cinco diputados.

La jornada electoral y la celebración, en la madrugada, del triunfo socialista en las principales ciudades transcurrió con absoluta normalidad. En Madrid, miles de personas celebraron, en la calle Mayor y en la carrera de San Jerónimo, la victoria socialista. Un portavoz militar afirmó anoche que "el Ejército español respetará el resultado de las elecciones", y precisó que "la tranquilidad en el seno de las Fuerzas Armadas es total". El dirigente de la patronal, Carlos Ferrer, felicitó al PSOE y dijo que no teme a los socialistas en el poder, a pesar, precisó, del peligro de un aumento de la inflación y el paro.

El tirón socialista tuvo su reflejo en Euskadi y Cataluña, donde los socialistas superaron ampliamente anteriores resultados electorales y se convirtieron en la primera fuerza en Cataluña y en la segunda, muy próxima al PNV, en el País Vasco.

Convergéncia i Unió logró doce diputados y el PNV ocho. El nacionalismo de izquierda obtuvo tres diputados en el País Vasco: dos para Herri Batasuna y uno (dudoso) para Euskadiko Ezkerra. En Cataluña, Esquerra Republicana logró un escaño. El PSA y la extrema derecha desaparecen del Parlamento. Tejero obtuvo en todo el país 25.022 votos y Blas Piñar no renovó su escaño.

Manuel Fraga, líder de la alianza conservadora, manifestó su satisfacción por el resultado alcanzado, y afirmó que "se convertirá en una oposición eficaz al futuro Gobierno socialista". "Serviremos", añadió, "honestamente a la consolidación de la paz civil y al sistema constitucional".

Landelino Lavilla felicitó personalmente a Felipe González y manifestó que había habido "una respuesta a los estímulos de radicafización. Se demuestra que cuando el centro se desvía a la derecha se producen derrotas y decepciones".

El presidente del Gobierno garantizó que no habrá vacío de poder en el período que resta hasta la investidura del nuevo primer ministro.


La investidura del nuevo presidente del Gobierno
Sólo los grupos de Fraga y Lavilla se opusieron a la investidura de Felipe González

La revolución felipista



La España de 1982 convivía con el miedo al golpismo y al terrorismo, una inflación del 14% y dos millones de parados. El centrismo estaba agotado. Jóvenes dirigentes socialistas se ofrecieron a “cambiar” esa situación y la sociedad les creyó: 202 diputados, mayoría de récord
Joaquín Prieto 2 DIC 2012 - 00:00 CET1
Ese mismo partido socialista que hoy atraviesa horas bajas no solo representaba la gran esperanza del pueblo de izquierdas, treinta años atrás, sino de una parte considerable de la sociedad en su conjunto. Los españoles de la época usaban las libertades recién recuperadas y tenían expectativas de futuro, sí, pero convivían con las amenazas golpistas, las agresiones del terrorismo (37 asesinatos de ETA en 1982) y una crisis económica muy mal resuelta, producto del choque petrolero del decenio anterior. El prestigio de la democracia recién recuperada distaba mucho de ser unánime: a principios de los años ochenta, apenas la mitad de los españoles prefería la democracia a cualquier otra forma de gobierno. El resto dudaba, le daba igual o no sabía qué decir. Incluso uno de cada diez se mostraba de acuerdo en que “en algunas circunstancias un régimen autoritario, una dictadura, puede ser preferible al sistema democrático”, según una encuesta del CIS de la época.

 La sociedad de 1982 necesitaba estar más segura de la firmeza del terreno que pisaba. El partido centrista en el poder prácticamente se había deshecho en querellas y conspiraciones intestinas. Felipe González y los suyos prometieron “cambiar” ese panorama y obtuvieron el respaldo de casi diez millones de votos, traducidos en 202 escaños, la mayoría parlamentaria de un solo partido más aplastante que ha habido en España. Eso implicó una barrida de UCD, que llevaba algo más de cuatro años en el poder, y ese vaciamiento del espacio político del centro está en el origen del proceso de polarización política vivido por este país, que no ha dejado de acentuarse desde entonces en términos cada vez más agrios.

Pero ahora se trata de volver al 2 de diciembre de 1982. Cuando Felipe González recibió su primera investidura como jefe del Ejecutivo carecía por completo de experiencia de gobierno. No podía ser de otra forma. La rodadura política del nuevo presidente se había realizado en el seno de su partido, en las negociaciones de la Transición o en sus contactos con Willy Brandt y Olof Palme, los principales mentores europeos del PSOE renovado. González había protagonizado una batalla para separar al partido de toda identificación con el marxismo, pero se guardó de internarse en otros vericuetos ideológicos. Nada más llegar a La Moncloa, prefirió reivindicarse sobriamente como nacionalista; fue en declaraciones a Juan Luis Cebrián, el entonces director de EL PAÍS:

“¿Sabes lo que dicen del nuevo Gobierno español en Estados Unidos? Pues que somos un grupo de jóvenes nacionalistas. Y no les falta verdad. Creo que es necesaria la recuperación del sentimiento nacional, de las señas de identidad del español...”.
A principios de los años ochenta, apenas la mitad de los españoles prefería la democracia a otra forma de Gobierno
Antes había dicho que “el socialismo de hoy no puede tener como única referencia a la clase obrera” o que “el cambio únicamente es posible ahora por la reforma, no por la revolución”. Más allá de cuanto expresaba en público, tiene interés el resumen de ideas que le hizo a Alfonso Guerra en privado, la víspera de la investidura. Este lo cuenta así en sus memorias, publicadas muchos años después de las divergencias políticas que le separaron de su antiguo amigo:

“Mira, Alfonso, yo estaría totalmente satisfecho si logramos cuatro éxitos claros: la consolidación de la democracia, que los españoles no sigan pendientes de que un militar pueda asaltar el Estado; enderezar la economía, reducir la brutal inflación y el galopante paro; frenar el terrorismo en la perspectiva de su desaparición a largo plazo; y colocar a España en la senda europea y en la realidad internacional”.

¿Era eso un programa nacionalista? En todo caso apuntaba un “cambio” pragmático. La cabeza que pensaba de ese modo no albergaba proyectos de intervencionismo del Estado en la economía ni de redistribución rápida de la riqueza, menos aún ideas radicales. Al servicio de esa estrategia se había organizado un partido moderadamente de izquierdas, que atrajo a muchas personas: frente a los 8.000 militantes que dijo tener en el congreso de 1976 (el primero celebrado en España tras la muerte de Franco), las peticiones de afiliación se dispararon hasta las 100.000. En la un tanto atropellada “apertura a la sociedad” entró de todo, arribistas incluidos, según dirigentes sensatos de la época.

Jóvenes y misóginos
    Frente a los 8.000 militantes que tenía el PSOE en 1976, las peticiones de afiliación se dispararon a 100.000

Felipe González nombró un Gobierno joven (41 años de media, ligeramente por encima de su propia edad), en su mayoría gente de la clase media acomodada, la mayoría de perfil socialdemocrático y con experiencias profesionales más allá de la política.

Desde semanas antes, el dirigente socialista se había decantado por la ortodoxia de Miguel Boyer como ministro de Economía y Hacienda —el más “fijo” en la lista del primer Gobierno, según numerosos testimonios—, limitando la acción y la retórica de su propio partido. Alfonso Guerra se tomó su tiempo antes de aceptar la vicepresidencia del Gobierno. Como presidente del Congreso fue elegido el jurista Gregorio Peces-Barba, uno de los padres de la Constitución.

La sensibilidad del PSOE hacia la participación de mujeres en la política era tan corta que se tradujo en su ausencia total del primer Gabinete de González. Las imágenes de la época no dejan lugar a dudas: 17 trajes de corte masculino en el posado ante el palacio de la Moncloa y en la mesa del Consejo de Ministros. Los miembros del Gobierno recibieron instrucciones de acentuar la formalidad en el atavío —alguno hubo de pasar corriendo por una tienda para equiparse en vísperas de la toma de posesión—, desterrando panas y acentuando los símbolos más clásicos de quien tiene el poder o al menos lo intenta.

También se percibieron otros gestos en los primeros días. Por ejemplo, Guerra se escandalizó al observar que Felipe González había prometido su cargo en La Zarzuela ante un crucifijo y con la mano apoyada en un ejemplar de la Biblia. Le pareció improcedente en un Estado no confesional y se movió para que eso no volviera a ocurrir en su propia toma de posesión como vicepresidente y la de los demás ministros. A partir de ahí se dio primacía al ejemplar de la Constitución en la mesa donde los altos cargos formalizan la ceremonia de promesa de sus deberes.

Por lo demás, aquel Gobierno fue recibido con respeto por parte de los demás partidos políticos. El veterano Manuel Fraga, a quien las elecciones transformaron en jefe del principal grupo de oposición (Alianza Popular), con cinco millones de votos y un centenar de escaños, estuvo bastante correcto: se limitó a acusar al vencedor poco menos que de estar al servicio de la Unión Soviética —por haber anunciado la “congelación” de la participación militar de España en la OTAN— y de prepararse a confiscar mucho del dinero ganado honradamente por la gente. Santiago Carrillo y los otros tres diputados comunistas apoyaron la investidura de González, cuando ya era irreversible la sanción electoral a favor del PSOE como la fuerza hegemónica de la izquierda. Pero también votó a González el propio Adolfo Suárez, en plena travesía personal del desierto tras haber sido el conductor indiscutible de la Transición y a pesar de que González había tratado de derribarle con una moción de censura parlamentaria dos años y medio antes. Ni aquella clase política tenía nada de mediocre, ni se habían olvidado las muchas horas dedicadas por unos y por otros a las negociaciones, pactos y acuerdos que fueron la materia prima de la Transición.

Frío en la Acorazada
Felipe González aterrizó en La Moncloa cuando no habían pasado dos años del golpe de Estado del 23-F. Poco antes del 28 de octubre, el día de los 10 millones de votos, había sido descubierta una nueva asonada, intentada por un grupo de oficiales y jefes militares en contacto con el teniente general Milans del Bosch, encarcelado por el golpe anterior. A su vez, ETA enviaba siniestros mensajes de muerte, alimentando así la espiral golpismo/terrorismo. Por eso se le dio valor simbólico a la primera visita que hizo González tras tomar posesión como presidente del Gobierno: acudió a uno de los acuartelamientos de la división acorazada Brunete, cuyo jefe, el general Víctor Lago, había sido asesinado por ETA como sangrienta provocación a los que ofrecían “el cambio”. La Brunete era la unidad donde más ambiente golpista se había registrado y que estuvo a punto de sublevarse el 23 de febrero de 1981, tras la ocupación del Congreso por la tropa de Antonio Tejero.

La mañana era gélida, según los asistentes. A González se le vio en medio de un centenar de carros de combate y en una misa posterior que optó por seguir de pie —ahorrándose los detalles litúrgicos: cuándo levantarse, cuándo arrodillarse—, como una demostración de reconocimiento al Ejército, pero también de la voluntad de la primacía debida al poder democrático. Había nombrado ministro de Defensa a Narcís Serra, hasta entonces alcalde de Barcelona, que dedicó los años siguientes a desactivar los rescoldos de golpismo en las Fuerzas Armadas y a consolidar la primacía del ministro sobre los altos mandos militares. En otras palabras, a asegurar la retirada de los militares a sus cuarteles.

Ajuste y reconversión
El eslogan electoral, Por el cambio, no era preciso ni ambiguo. Las palabras adquieren significados diferentes según el contexto y según quien las escuche. Tal como fue lanzado a los cuatro vientos, parecía dirigido a los sectores que habían asistido de espectadores al juego político de la Transición, periodo en el que se habían mantenido buena parte de las estructuras y de la cultura franquista en las Fuerzas Armadas, la justicia y partes no desdeñables de la Administración estatal. Las clases populares apenas habían tocado el poder ni recibían ventajas de otro tipo, más allá de los beneficios generales derivados de vivir en un país donde se ejercían libertades constitucionales anteriormente perseguidas.

Pronto se comprobó la cautela con que el Gobierno socialista daba pasos hacia el reconocimiento de otros derechos a los ciudadanos. En las primeras semanas del Gobierno “del cambio” se adoptó la reducción de la jornada laboral a 40 horas semanales y la ampliación de las vacaciones anuales a 30 días. Se comenzó a plantear también la universalización de la asistencia sanitaria, pronto enredada en una batalla con la organización médica colegial por la configuración del sistema de salud y en las tensiones entre el ministro de Sanidad, Ernest Lluch, y otros miembros del Gobierno preocupados por el coste de extender la asistencia sanitaria pública a otros dos millones de personas. El Ejecutivo tampoco tardó en poner en marcha la promesa de legalizar el aborto en ciertos supuestos, un proyecto que la Iglesia católica torpedeó desde el primer instante.

Devaluar la peseta en un 8% fue la primera medida que se tomó un sábado por la mañana, anunciada tras una reunión informal del Gabinete, días antes de la primera sesión formal del Consejo de Ministros. Al tiempo se incrementó en un punto el coeficiente de caja de los bancos. Que las ofertas de la potente mayoría absoluta iban a darse de bruces con la realidad estuvo claro desde el principio, pero solo para un reducido grupo de dirigentes. Aunque los niveles de paro no eran tan insoportables como los actuales (2,1 millones de desempleados, el 16,4% de la población activa, que en aquel tiempo no llegaba a 11 millones de personas), la inflación era terrible: los anteriores Gobiernos centristas habían conseguido reducirla del 26% en 1977 al 14% en que todavía se encontraba en 1982.

Gestos de autoridad como la expropiación de Rumasa, el 23 de febrero de 1983, terminaron convirtiéndose en un bumerán para el Gobierno. La espectacularidad de la medida no pudo tapar otras que el Gobierno empezó a preparar y a adoptar. El PSOE había ido a las elecciones con la formidable promesa de crear 800.000 puestos de trabajo, pero lo que se planteó a las pocas semanas de estrenar el poder fue un programa de reconversión de amplios sectores industriales, impulsado por el entonces ministro de Industria, Carlos Solchaga, que dio origen a huelgas, manifestaciones y asombro en militantes socialistas y de la UGT de que “Felipe” fuera capaz de hacerles “esto”. La lógica económica de aquellas medidas —cambiar el habitual recurso de las ayudas públicas a fondo perdido a las empresas en dificultades— iba a forzar la reconversión de la actividad siderometalúrgica, la construcción naval y el textil. Al final terminó costando mucho dinero público.

El incumplimiento de la promesa electoral de los 800.000 empleos dio origen a disputas internas sobre quién había sido el padre de la criatura. La realidad es que fue introducida en el programa electoral de 1982 por el equipo de técnicos encargado de elaborarlo, coordinado por Joaquín Almunia, tras la conmoción causada en la ejecutiva del PSOE por las previsiones de ese equipo sobre el aumento del paro en los años siguientes a las elecciones de 1982. Almunia atribuye a Guerra haber pedido que se modificaran aquellas previsiones para ofrecer un compromiso electoral más atractivo, y Guerra contraataca con críticas a los políticos de vitola técnica. Cuando Solchaga comentó públicamente, en junio de 1983, la imposibilidad de cumplir lo prometido, el vicepresidente sostuvo que el compromiso seguía intacto.

A posteriori, Joaquín Almunia lo explicó así: “La cantidad de empleo que aspirábamos a crear no era compatible con el realismo económico. Pero la credibilidad del partido en aquel momento era tal que muchísimos electores confiaron en que nuestro Gobierno lo conseguiría. Y es verdad que lo hicimos, pero con retraso”.

Por la OTAN hacia Europa
A diferencia de lo que sucede ahora, el europeísmo actuaba entonces como una poderosa palanca progresista. La idea de Europa evocaba países envidiados por sus libertades y por el nivel de vida. La adhesión a las Comunidades Europeas era la meta hacia la que se dirigían las ambiciones de casi todos los partidos, y desde luego la del PSOE. Pero además de atacar el nudo gordiano de las negociaciones para la admisión en el club europeo, aquel Felipe González que había asistido a gigantescas concentraciones humanas en contra de la entrada en la Alianza Atlántica y aquel PSOE que había prometido a los votantes un referéndum sobre la OTAN tenían que enfrentarse al incumplimiento de otra importante promesa, o a cumplirla, pero dándole la vuelta a la opinión pública.

Parte del pueblo de izquierdas que le había respaldado iba a oponerse a los planes de Felipe González. Les parecía posible y deseable vivir al margen de la confrontación entre las superpotencias, Estados Unidos y la Unión Soviética, sin alinearse con ninguno de los bloques ni exponerse a las eventuales consecuencias de una confrontación nuclear. En un primer momento, Felipe González actuó con la máxima cautela respecto a ese asunto. Para la gran mayoría de la opinión pública, haber prometido un referéndum implicaba poner una montaña de papeletas de voto al servicio de la operación de salirse de la OTAN.

Años más tarde, González iba a jugarse su futuro político a la victoria del “sí” en la consulta convocada para quedarse dentro de la Alianza Atlántica; y Fraga también, al tomar la extraña opción de pedir la abstención en ese referéndum. Felipe González preparó con mucho tiempo la operación de tensionar y dramatizar al máximo las consecuencias de una victoria del “no”. Posteriormente reconoció que aquel referéndum había sido un error.

En la sala de máquinas
Hubo huelgas provocadas por la reconversión industrial y por la primera reforma de las pensiones, y muchas heridas políticas y sociales causadas por el polémico referéndum. Felipe González no intentó contrarrestarlo con un estilo populista —en vez de “síndrome de La Moncloa”, él prefería llamar al complejo presidencial “la sala de máquinas”—. El desgaste fue moderado y a ello contribuyeron la actuación del Gobierno respecto a las Fuerzas Armadas, que realmente se retiraron de la política, y el combate encarnizado contra el terrorismo de ETA. Una nueva ley antiterrorista facilitó incomunicar hasta diez días a los detenidos, lo cual dio origen a graves abusos policiales y a fuertes indicios de que la tortura seguía practicándose.

Poco se supo en aquellos tiempos de los métodos empleados; tampoco se prestó atención desde el Ejecutivo a los primeros síntomas de corrupción. Preocupaban más los cortos plazos; por ejemplo, las consecuencias de haber puesto en la calle a unos cientos de presos preventivos, con cárcel prolongada por las lentitudes de sus procesos, un tiempo que fue acortado por una reforma legal impulsada por el titular de Justicia, Fernando Ledesma. Al poco empezó una ola de inseguridad ciudadana, contestada con gran dureza desde el Ministerio del Interior, dirigido por José Barrionuevo.

Entre luces y sombras, en la opinión pública se fue instalando una sensación de mayor estabilidad. La entrada de España en la Comunidad Europea fue el espaldarazo. ¿Por qué era tan fuerte aquel PSOE? Claramente, porque llenó un vacío real cuando la sociedad estaba sedienta de respuestas políticas a necesidades serias y graves problemas de fondo.

Primer Gabinete de Felipe González




Han pasado 30 años y por su aspecto parecen los mismos, pero no lo son. Solo dos siguen en la política activa: Guerra y Almunia. Del resto, la mayoría ha preferido los lucrativos consejos de administración al ingrato oficio de servidor público
Formaron un Gobierno con un respaldo que todavía no ha sido superado —10.127.392 votos, un 48,11%, que se tradujo en 2002 diputados—, e inauguraron en torno al carisma de Felipe González una era, que el tiempo y la memoria se han empeñado en edulcorar sobreponiendo las luces a las sombras.
En aquel primer gabinete de 1982 no había mujeres, como muestra la primera «foto de familia» tomada el 3 de diciembre, casi una reliquia del blanco y negro. Han pasado 30 años y por su aspecto, a excepción de que tienen menos pelo, aquellos pioneros se parecen mucho a sí mismos. Pero no lo son. Hoy solo dos permanecen en la política activa: Alfonso Guerra y Joaquín Almunia. Del resto, la mayoría goza hoy de sillones privilegiados en los bancos, las consultorías y los consejos de Adminsitración, a una media de 125.000 euros anuales por ficha. Se presentaron a unas elecciones para pilotar la Transición bajo el lema «Por el cambio», que muchos han acabado aplicándose para cambiar la ingratitud malpagada del servicio público por la buena vida.

Alfonso Guerra es el diputado más veterano del Congreso, el único que ocupa escaño desde 1977, año de la Legislatura Constituyente, y aunque se sienta unas filas por detrás del que fue su sitio como vicepresidente de cinco gabinetes de Felipe González, ahí sigue.
Está al frente de la comisión de Presupuestos y en la declaración oficial de Bienes y Rentas que tiene obligación de rellenar como parlamentario no figura su sueldo. Sí que es presidente de la Fundación Pablo Iglesias del PSOE «sin recibir ningún tipo de remuneración», que suma en sus cuentas 16.679 euros y que en 2010 percibió otros 15.800 por conferencias y artículos, además de derechos de autor.

Entre 2005 y 2006 publicó sus memorias, que en el imaginario social quedaron indefectiblemente manchadas por el escándalo de tráfico de influencias que su hermano Juan condujo desde un despacho de la Delegación del Gobierno de Sevilla, descubierto al filo de las elecciones de 1989. Aquel episodio, unido a la trama Filesa, acabaría provocando la dimisión de Guerra previo deterioro de sus relaciones con González. Después de años, Alfredo Pérez Rubalcaba reunió el pasado noviembre a ambos en el mítin de arrancada de su campaña del 20-N, celebrado además en un marco tan imprescindible para la mística socialista como Dos Hermanas. Al saludarse en el escenario, González y Guerra ni se miraron.

Es encender la televisión, y ahí está Joaquín Almunia, flamante vicepresidente económico y comisario de Competencia de la Comisión Europea, uno de los hombres fuertes de Bruselas, lugar donde ya trabajaba al servicio de la Oficina de las Cámaras de Comercio Españolas en 1974, cuando conoció a Felipe González, el entonces joven Isidoro recién elegido en el Congreso de Suresnes. Almunia juega en la Champion del socialismo y conviene no olvidar que está ahí porque su partido no lo quiso.
Ungido en el 34 Congreso como el sucesor, Felipe González le dejó sin bendecir, por lo que el vasco acabó convocando unas primarias para legitimarse que perdió frente a Josep Borrell. Aunque al final acabaría siendo candidato a La Moncloa y cosechando un fracaso histórico que le llevó a dimitir de su cargo en el partido la misma noche.
Carambolas del destino, producto de aquella debacle, Joaquín Almunia cobra hoy un sueldo estratosférico, vuela en bussines y es recibido con máximo reconocimiento allá donde pisa. El que fuera ministro de Trabajo del primer Gobierno del PSOE e íntimo colaborador de Nicolás Redondo en la UGT rinde ahora cuentas a Durao Barroso y lanza duras críticas contra la economía española, que en España han sonado a traición.

Miguel Boyer ha logrado el raro récord de acaparar la atención de la prensa sepia, de los periódicos generalistas y del papel couché a la misma vez. Como es de sobra conocido, Boyer es marido de Isabel Preysler, casamiento que ha condicionado dramáticamente el perfil público del que fuera el primer arquitecto económico de Felipe González y ejecutor de la expropiación de Rumasa, y hoy un multimillonario de la «beautiful people» que despierta desdén entre sus ex compañeros de siglas. Cuando se recupera de un ictus grave sufrido a principios de 2012, actualmente es consejero externo de Red Eléctrica Española ( 170.000 euros al año pora trece reuniones), de Reyal Urbis y de Bosh.
Tratar de rastrear sus pasos por los encerados pasillos de los consejos de Administración de la empresa privada (FCC, Logística de Hidrocarburos, Hispania, donde ganaba 1,5 millones de euros al año), resulta casi tan proceloso como documentar sus idas y venidas políticas, que tantas antipatías le han granjeado. Tras 30 años de militantancia, abandonó el PSOE en 1996 (ya lo había hecho antes en 1968 y 1977) y en 2002 ingresó en el laboratorio de ideas del PP, la FAES de José María Aznar en 2002. Zapatero lo rescató para presidir la Comisión Asesora de Competitividad, un sanedrín de expertos previsto en el Pacto por el Euro que apoya al Gobierno

Después de haberse paseado por los más privilegiados salones de poder del planeta, Javier Solana se sienta ahora en algunos de las no menos exclusivas butacas del universo de los negocios en varias de sus vertientes: el instituto “Global Economy and Geopolitic” de la escuela Esade, el consejo de Indra o del Grupo Acciona de los Entrecanales.
Lejos quedan los tiempos en que Solana, veterano también de Suresnes y adornado entonces de una aureola de rebelde bohemio se manifestó contra la guerra de Vietnam mientras completaba estudios en Estados Unidos. Hay quien sostiene que, si alguien de esa quinta del gobierno del 82 ha cambiado hasta metamorfosearse, ese es quien ocupó la cartera de Cultura, Solana, cuya barba —sugieren— se ha ido recortando y acicalando todos estos años a igual ritmo que sus principios. Y a la misma velocidad que sucumbía al imperio de Washington.
Es un socialista de élites y zapatos relucientes como espejos. Por eso queda lejos también la época en que se dedicó a escribir los panfletos contra la entrada de España en la OTAN para luego convertirse en 1995 en su secretario general, cargo desde el que ordenó, en contra de la ONU, la primera acción militar de la historia de la Alianza: el bombardeo de Yugoslavia, supuestamente a la caza de Slobodan Milosevic. De esa responsabilidad pasó a ocupar en 1999 y durante una década la cartera de Mr. Pesc, alto representante de la Política Exterior y de Seguridad Común de la UE.

Gracias al indulto parcial que le concedió el Gobierno en 1998, José Barrionuevo pasó en la cárcel tres meses de los 10 años a los que había sido condenado por la guerra sucia contra ETA, pero la otra parte de la sentencia -12 años de inhabilitación absoluta- no ha expirado hasta septiembre de 2009. Esa realidad explica que quien a fecha de hoy es el único ministro de España que ha ingresado en prisión dejara la política, no solo por capricho, sino porque no podía ejercerla.
Cumplida esa pena, Barrionuevo se dejó ver en 2010 en un acto de apoyo al líder del PSOE madrileño, Tomás Gómez, y no ha sido la única vez. Sobre quién es y qué hace en la actualidad el primer titular de Interior de Felipe González se sabe más bien poco. Ha desempeñado un puesto ccomo inspector de Trabajo hasta su jubilación, lleva una vida apacible en su casa familiar de Berja (Almería) y, como refleja Javier Chicote en su libro «Socialistas de élite», tiene 2,5 millones de euros invertidos en constructoras: Jeos Integral y Sclarea. Vive apartado de los focos quien dejó una fotografía para la historia, la de su ingreso en la penitenciaría de Guadalajara rodeado de los principales prebostes del socialismo, y una amenaza estremecedora: «tirar de la manta».

No es el mejor momento para Narcís Serra. Ha cambiado el Gobierno, la crisis aprieta, y últimamente ha sido relevado de los Consejos de Administración de Telefónica Internacional y Gas Natural (donde se reencontró en 2010 con Felipe González), a lo que hay que añadir que ha tenido que dimitir de la Presidencia de la arruinada Caixa Cataluña después ejercer un lustro el cargo, por el que ha estado percibiendo la nada despreciable retribución de 200.000 euros al año, sin cláusula de dedicación exclusiva.
Esa cifra salió a la luz cuando Caixa Cataluña ya había recibido del FROB una inyección de 1.250 millones de dinero público y antes de la fusión de la entidad con otras dos, operación por la que Serra ha tenido que verse en la engorrosa obligación de dar explicaciones en el Congreso. Con menos barba pero idéntica mirada de despiste, el que fuera primer ministro socialista de Defensa y único que ha formado parte de todos los gobiernos de González, —hasta sonó como sucesor—, ha demostrado una avispada habilidad para dejar atrás esa política de andar por casa y dedicarse a lo verdaderamente grande. A los grandes sueldos. Sigue siendo estando en el consejo de Telefónica Chile, Grupo Applus y Telecomunicaciones de Sao Paulo y preside el Centro de Estudios y Documentación Internacionales (Cidob) de Barcelona. Él sigue diciendo que lo que de verdad le hubiera gustado es tocar el piano.

Hay frases que acompañan a uno como la piel. La de Carlos Solchaga, «España es el país del mundo donde más rápido se puede hacer uno rico» debió penetrar en la de muchos otros de su generación, que se entregaron al saqueo del Estado protagonizando episodios que han quedado para la antología del pelotazo: Filesa, Fondos Reservados, Roldán... También el caso Ibercorp, que acabó con el ex gobernador del Banco de España Mariano Rubio entre rejas, y sacó a quien había sido su patrocinador, el propio Solchaga, de la primera línea de la política.
Él sólo se instaló a continuación en el del lobbysmo, la asesoría de altos vuelos y los consejos estrella, donde no se sabe si rápido o no, pero el que Felipe González eligió para pilotar la reconversión industrial sí se ha hecho rico. Sus ganancias se calculan en un millón de euros al año: Solchaga Recio & Asociados es su insignia de “mediación”, es consejero de la constructora Duro Felguera (274.000 europs anuales), de la farmacéutica Zeltia (62.000), Enerma Consultores, Citibank, Cie Automotive, Near Technologies Madrid están también en su lista de facturación.
 En el PSOE no le echan de menos, la mitad por su enfrentamiento con el sector guerrista, y otros muchos por abonar las críticas a José Luis Rodríguez Zapatero cuando iba camino de ser un árbol caído. Ramón Tamames le retrató como un «prepotente» con una relación con el poder económico privado con «sombras aún no esclarecidas».


Fernando Morán, ministro de Asuntos Exteriores

Nacido en 1926, Morán tiene un hueco en la historia por ser el ministro de Exteriores que logró el acuerdo para la adhesión de España a la actual Unión Europea.Aunque inició su mandato con una fuerte campaña contra su persona, con chistes que le intentaban ridiculizar, lo finalizó siendo el ministro más popular del Gabinete de González.Ha sido eurodiputado y fracasó en su intento de ser alcalde de Madrid en los comicios municipales de 1999. Está retirado de la política debido a una isquemia cerebrovascular.






 
Javier Moscoso, ministro de la Presidencia
 Es el único ministro cuyo apellido ha dado pie a una palabra reconocida por la Real Academia de la Lengua, moscoso, para definir un día de permiso del que disfrutan los funcionarios y que se instauró en su etapa como titular de Presidencia.Nacido en 1934 y catedrático de Derecho Penal y Político, fue Fiscal General del Estado después de su etapa como ministro de González. En la actualidad, es presidente del Consejo de Redacción de la editorial Aranzadi.




 

José María Maravall, ministro de Educación y Ciencia
Profesor por naturaleza y político por vocación, Maravall, de 70 años, ha combinado ambas facetas durante toda su vida. Formó parte de la protesta universitaria contra el franquismo de joven y fue miembro de la Ejecutiva Federal del PSOE en diversas ocasiones entre 1979 y 1994. De su carrera como ministro destaca la aprobación de la Ley Orgánica de Derecho a la Educación (LODE). En la actualidad, es catedrático de Sociología en la Universidad Complutense de Madrid, miembro reconocido de la Academia Británica y miembro honorario de la Academia Americana de Artes y Ciencias y de la Universidad de Oxford.




 

Tomás de la Quadra-Salcedo, ministro de Administración Territorial
 Es uno de los nombres de referencia en el mundo del derecho administrativo en España. Nacido en Madrid en 1946, ha desempeñado puestos de responsabilidad durante su dilatada carrera profesional, académica y política. Entre esos cargos, estuvo al frente del Consejo de Estado entre 1985 y 1991. Sigue ejerciendo la docencia en la Universidad Carlos III como catedrático de Derecho Administrativo.





 Ernest Lluch, ministro de Sanidad y Consumo
Ministro hasta 1986, se dedicó después a su trabajo como catedrático de Historia de las Doctrinas Económicas en la Universidad Central de Barcelona.Sensibilizado con el problema vasco, era defensor de la vía negociadora entre las partes desde el diálogo.El 21 de noviembre del 2000 fue asesinado por ETA a los 63 años de edad en el aparcamiento de su domicilio en Barcelona cuando regresaba de impartir sus clases en la Universidad.


Fernando Ledesma, ministro de Justicia
Próximo a cumplir 74 años, Fernando Ledesma ha conocido los tres poderes del Estado, aunque la mayor parte de su carrera la ha desarrollado en la judicatura como magistrado de lo contencioso-administrativo.Fue ministro hasta 1988 y regresó después a su sala de lo Contencioso. Presidente del Consejo de Estado entre 1991 y 1996, sigue siendo actualmente miembro de esta institución, donde apadrinó la entrada de Zapatero en ella una vez que abandonó el Gobierno.

Julián Campo, ministro de Obras Públicas y Urbanismo
 Ingeniero industrial, ocupó la cartera ministerial hasta 1985. Experto en temas macroeconómicos, cuenta actualmente con 74 años y durante su etapa como ministro fueron conocidas sus diferencias con Miguel Boyer por asuntos como el mantenimiento de la empresa de autopistas catalanas ACESA en la esfera pública. Ha sido inspector financiero y tributario hasta su jubilación.

 
Enrique Barón, ministro de Transportes
 El que fuera ministro de Transportes hizo después carrera en el Parlamento Europeo, institución a cuya presidencia llegó en 1989 y se convirtió así en el primer español en acceder a ese cargo. Ha seguido ligado a la Eurocámara como eurodiputado hasta las elecciones europeas de 2009. Con 68 años de edad sigue ligado a diversos organismos e instituciones y es presidente del Patronato de la Fundación Yehudi Menuhin España y de la Fundación Europea para la Sociedad de la Información.




Carlos Romero, ministro de Agricultura, Pesca y Alimentación
Fue uno de los pocos que estuvieron en los tres primeros gobiernos socialistas y como titular de Agricultura le correspondió la difícil negociación de este área para la adhesión de España a la UE.A punto en la actualidad de cumplir los 69 años, fue también diputado, presidente del Patronato del Parque Nacional de Doñana y coordinador de temas agrícolas del PSOE. Su último destino fue como funcionario de Economía y Hacienda durante el Gobierno Zapatero.



El PSOE recuerda en plena cuesta abajo el 30 aniversario de su primer gobierno



GABRIEL SANZGSANZ64 / MADRID
Día 02/12/2012 - 04.42h
José Luis Rodríguez Zapatero y Alfonso Guerra asistirán también al multitudinario acto en el Palacio de Congresos
El PSOE quiere celebrar hoy por todo lo alto el 30 aniversario de la llegada de Felipe González a la Moncloa, un mes después del histórico triunfo electoral del 28 de octubre de 1982, en el que los socialistas lograron 202 diputados.
La actual dirección ha querido recordar la efeméride en el mítico Palacio de Congresos de la Castellana, donde tantos cónclaves federales celebraron en los años emblemáticos años 80 y 90, cuando disfrutaban de un poder omnímodo. La estampa contrsata con una realidad electoral en la que ese partido es apenas una sombra de lo que fue: Solo conserva su feudo en Andalucía, y en coalición con IU; Asturias, apoyado también por IU y UPyD; seis alcaldías de capital; y viene de tres derrotas sucesivas en un mes: País Vasco, Galicia y Cataluña.
El acto dará comienzo a las 12:00 horas y tendrá formato de coloquio entre González y el Secretario General del PSOE, Alfredo Pérez Rubalcaba, moderado por la Secretaria de Redes e Innovación de la Ejecutiva Federal, María González Veracruz.
González y Rubalcaba, compararán los desafíos de la España de 1982 y los actuales porque, «en ambos escenarios, hay retos comunes como la crisis económica, el desempleo, el modelo productivo, la configuración del Estado autonómico, los retos para la salvaguarda del Estado del Bienestar, la calidad de la democracia, o la mirada hacia el futuro de Europa», aseguran fuentes socialistas.

El encuentro se desarrollará bajo el lema «Democracia, Libertad, Derechos. Gracias Felipe», y reunirá además al ex presidente del Gobierno José Luis Rodríguez Zapatero, a Alfonso Guerra, figura clave en el triunfo de 1982, y a miembros de la Ejecutiva Federal desde 1979, ex ministros de todos los gobiernos socialistas, y responsables orgánicos del PSOE,